miércoles, 3 de junio de 2009

Tiempo muerto

Nada amo tanto como lo imprevisto. Una
gitana en Budapest me leyó el porvenir
en las líneas de la mano.
Yo me eché vitriolo y las borré.

Vicente Huidobro.


Tengo las manos frente a mí, estoy conociendo cada línea, reconociendo el lunar de la falangina del dedo medio de la mano derecha. Afuera la vida pasa tan rápido como la tela debajo de la pata de la máquina de coser cuando la abuela aplastaba hasta el fondo el pedal como si quisiera salir a toda velocidad de aquella caja que se había llenado de hilos y años. Así pasa la vida afuera.


No sé cuánto tiempo llevo viendo mis manos, se ven tan solas, a ratos parecen estar hechas de papel, como las que recortaba cuando pequeña: primero ponía la palma de la mano izquierda sobre la hoja tamaño oficio con sello de agua del poder judicial, luego con la otra mano agarraba la pluma que en un costado decía “Abogada Silvia Camberos”, trazaba un camino certero pero sin prisas alrededor de cada dedo y bajaba casi hasta la muñeca; al quitar la mano –la de carne y hueso- aparecía la otra, la nueva, una que no era mía pero que yo había creado, luego de recortarla la conocía con sus dedos chuecos y algunas veces amorfos, la doblaba con cuidado, hasta hacerla un cuadrito que terminaba casi siempre en el bote de basura del cubículo cinco del primer tribunal unitario del doceavo circuito. Así se ven mis manos, a ratos quisiera hacerlas cuadrito y tirarlas a la basura, porque ya de nada me sirven, pero por más que les busco no les encuentro el sello de agua ni el descaro de aquellas que alguna vez hice en la oficina de mamá.


Para qué he de querer las manos si no puedo tocar tus ojos de iguana, para qué si no debo dejarlas cocinar mientras piensan en ti, habré de jubilarlas, mejor aún, habré de suicidarlas, de nada me sirven y ya no las conozco, no las conoce nadie, si acaso mi gato que en un arrebato de dolor examinó con su colmillo derecho mi tendón del dedo meñique de la mano izquierda, de ahí en más, para nada me sirven mis manos si no se saben sobre las tuyas.


El gato llora, y por más que evito escucharlo me taladra la cabeza, pero las manos están ahí, revelándose de frente y sin remordimientos, como si yo pudiera entenderlas, como si yo quisiera hablarles de sus fracasos. Parecen bailar con cada maullido, parecen volar cuando el ventilador les pega en el costado, pero sólo fingen, porque siguen pegadas y vencidas, y yo sigo recitando un monólogo por de más cursi, por de más basura, por de más de papel.


Ellas no tienen la culpa, ni si quiera su línea que me decreta desde que nací una vida amorosa atropellada, en todo caso, los culpables son tus ojos astronautas. Tengo que salir de aquí, pero las muy cabronas no se me quitan de enfrente, lo que queda por hacer, es cortarlas de tajo y meterlas en una cajita, con suerte, ahí sí las buscarás.