miércoles, 2 de diciembre de 2009

Linaje piel-roja

Yaces hacia afuera
más allá de ti

más allá de ti hacia fuera
yace tu destino.
Paul Celan


Nunca conocí a los pieles roja, lo más cercano fue hace tres años en Las Vegas, era uno de los dueños de un casino, el gobierno estadounidense le dio la tierra con el maravilloso derecho de no pagar impuestos, es por eso el imperio de máquinas de azar del que gozan hoy en día los indios norteamericanos que quedan. Mi primer reacción al ver a ese gigante de piel oscura y pelo lacio que nos daba la bienvenida a aquél paraíso de luces y penis-por-montones fue decirle “Jao”, yo también vengo de linaje piel-roja, pensé, y entonces se retrató en mis ojos mi abuelo con la palma derecha erguida diciendo “Jao”, mientras, yo en sus piernas con sonrisa tímida y asombrada, el misterio se me revelaba: Mi abuelo era un indio civilizado y compartía conmigo un secreto innombrable, un secreto que parecía que sólo yo y mi hermano sabíamos.

Hasta hace muy poco mi abuelo se convirtió en Isaí –su nombre de ciudad- no sé porqué guardé a aquél Abuelito Jao junto de mis zapatos color melón y los moños adornados con cabezas de payaso, quizá fueron los años que hacen que uno entre a lo debido, a los nombres de pila y las “buenas tardes” en un cuarto con rostros adultos.

Aquí estoy otra vez ante el juego de cristales, donde a uno se le refleja la vida y el otro yace detrás, como pintado, como estampita promocional dentro de una caja de cerillos. Llegué de nuevo, con mi adultez inmadura y mi abuelo no tenía traje ni párpados pegados, tenía plumas en la cabeza y un arco con flechas de obsidiana, él no dijo ni una sola palabra, en cambio yo, al instante dije Jao… A lo lejos como el susurro de una cajita musical descompuesta, escuché:
-Abuelito, y ¿qué significa Jao?
-Así los indios decimos hola y también adiós.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Camino de conchitas

Emprendí una búsqueda milimétrica por todo mi cuerpo, “una expedición sin precedentes” dirían los periódicos locales del puerto. Me he salido de mí, dejé mis ojos bien abiertos y decidí saltar: estaba ahí frente a mi cuerpo estoico e inservible. Te busqué por más de siete días, exploré todo, en mi pestaña número trece del ojo izquierdo, en mi oído (el más pequeño y sordo), en la boca, en las muelas, busqué en mi ombligo –pensé que estaría cerca-, bajé a los pies, subí al sexo, me metí en toda yo, y no te encontré.


Aquí sigo, buscándoteme. Cómo es posible que todos te vean en mi, y yo no pueda si quiera encontrar dos centésimas que me hagan tú, es como si tu muerte hubiera matado los pedazos regados de ti en mi, y la gente, (mal acostumbrada a ti vivo pero lejos, y a mi viva sabiéndote vivo), me dicen descaradamente “eres igualita a tu padre”.


Necesito que vuelvas, lo digo sin lágrimas y con tinte aleccionador e imperativo, necesito que recojas estos pedacitos y los coloques uno a uno de vuelta en mí, encima, pegada aunque sea con cinta, que mientras lo haces me expliques parte a parte qué es tuyo, qué es mío y qué es de ella.


Me miro y la única conclusión a la que llego es que todos los que me llaman igualita a ti, no son más que unos mal educados como tú que te moriste nada más porque sí, nada más porque te dieron ganas, y es que entiende que uno no se muere así, lo atento es pertenecer al otro, estar ahí diario, regalar los mismos dulces de la primaria después de los catorce años, para cuando llegue el momento, realmente se viva el vacío y entonces sí, con una muerte educada, el vivo pueda quedarse sollozando por años pero sabiendo que llora la ausencia, no como lo hiciste tú, rebelde de ojos amarillos, sin seguir un orden, primero morirte lejos y luego morirte de veras.


Con tal arrebato y confusión lo único que lograste es que me quede afuera de mi, pensando que si voy a casa te encontraré sentado en la banqueta, con el uniforme café tan incombinable con tus cuentos, sonriendo avergonzado y diciéndome “No había podido venir porque me morí un rato”, para luego quedarme callada viendo tu boca que tal vez es como la mía, porque también guarda silencio y pide perdón con la mirada.


No sé cómo volver adentro, la arena se comió el camino de conchitas que puse de mis ojos hasta aquí.





viernes, 4 de septiembre de 2009

radar

Lo liberó en el mismo instante en que lo tuvo, no podía creer en las brujerías de su tía aunque lo deseara hasta el fondo. No se trataba de volverse más locos, la insanidad mental es algo muy diferente a comprar listones rojos y canela.


Siempre le pareció sumamente poético encajar un cuchillo en la tierra, como haciéndole una vagina para que la lluvia se guiara por su olor seco y necesitado. Sin embargo, ese día, rompió la hoja blanca donde había anotado el nombre de aquél marinero, no iría con ella, como ninguno de los otros, y eso lo sabe, pero se deleita viviendo al borde, no al borde de sexo y lujurias compartidas, sino al otro, al de adentro, el que la hace inválida para amar.


“Puedo querer muchas cosas, pero no te quiero amarrado, quiero que vueles y entres por esta pequeñita ventana y te vayas de pronto como quien no dice nada pero mira en silencio al otro que duerme y sueña con ellos… ¿eres real?, ¿existes ahí en la inmensidad del mar picado?” Ella pensó que había apretado el botón, pero sólo había dicho aquello en voz baja y para sí misma, de cualquier forma no importaba, ella es mujer capicúa y radar se lee igual de atrás para adelante. Lo que se va se regresa, y ella siempre se ha ido sola a todas partes.