viernes, 26 de febrero de 2010

Abrazo epistolar

Muchas veces uno sepulta los recuerdos para que duelan menos, porque los recuerdos son lo único que duele aunque a veces uno no lo crea, no lo quiera, o se compre la idea barata de “recordar es vivir”.

Comencé a escribir y a borrar y a tachar pensando en que esto sería una carta, pero la verdad es que siempre he sido demasiado egoísta y escribo para mi, pero si vamos a creer en los motivos y los destinos, escribo pues para nosotros, porque hoy me he hermanado más contigo y créeme no lo digo en el sentido dominical.

Te he hablado mucho de aquél teléfono blanco que me rescató una vez en mis sueños y dónde el héroe se encarnaba en ti, sigue dándome risa, es demasiado ridículo, pero esa vez entendí lo especial que eras para mi a pesar de la distancia, a pesar de los caminos diferentes, a pesar de las creencias –porque mira que yo me he ido muy lejos de aquello con lo que crecimos y no sé si pueda o quiera volver-, a pesar y a favor de las risas, aquél sueño me hizo ver que seguimos ahí, sigo yo ahí, y sé que también tú sigues para mi. Lo comprobé hace muy poco cuando regresé al amarilloamargomar de Mazatlán para despedir a otro recuerdo mío enfundado en una caja de madera, pero en medio de eso y yo guardando silencio estabas tú y las otras dos, con algo de vodka y música reciclada que siempre vuela la cabeza de gusto.

Escribo porque me gusta guardar silencio con la boca y tumbar murallas con los dedos, te escribo porque hoy pienso en ti y en lo lleno que estarás de rostros vacíos y múltiples “gracias”, adentro estarás solo, pero así debes de estar, porque estos viajes son así, son de esos donde caminas al lado de ese alguien y le sueltas la mano, (que haya gente alrededor o no, resulta irrelevante, se agradece claro, no quiero sonar orgullosa tampoco) parece tan sencillo, como abrirla y dejar que la otra mano siga su camino para que goce su tranquilidad, pero es que cómo duele cuando la empuñas de vuelta y los músculos sólo son los tuyos, es por eso, por los días que vendrán tan estúpidamente nuevos, y por el vacío que tendrás alguna vez en las manos, que te escribo –ahora sí directamente a ti- y te recuerdo que mis músculos son tuyos y mi oído nunca se cansará, mi espera del silencio que quieras decidir también será larga.

Escribo porque las palabras me gustan más, aunque parezcan llenas de amargura, créeme no es más que una sonrisa oscura. Te regalo pues –lo único que quizá valga la pena de este intento de diálogo- una parte de una carta de Julio Cortázar a la ausencia de Pablo Neruda:

No me duele su muerte, tan grande y plena es la alegría de saberlo en la gran casa del corazón de su pueblo que es también mi casa; cuando bebo, cuando amo, cuando miro algo que me parece bello o bueno, tengo siempre un gesto de complicidad para él; sus grandes ojos lentos me devuelven esa connivencia, algún verso salta desde el trampolín de la memoria para responderme, para acompañarme. Nada puede cambiar, nada ha cambiado allí donde todo fue dicho en su justo lugar y en su hora justa.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Linaje piel-roja

Yaces hacia afuera
más allá de ti

más allá de ti hacia fuera
yace tu destino.
Paul Celan


Nunca conocí a los pieles roja, lo más cercano fue hace tres años en Las Vegas, era uno de los dueños de un casino, el gobierno estadounidense le dio la tierra con el maravilloso derecho de no pagar impuestos, es por eso el imperio de máquinas de azar del que gozan hoy en día los indios norteamericanos que quedan. Mi primer reacción al ver a ese gigante de piel oscura y pelo lacio que nos daba la bienvenida a aquél paraíso de luces y penis-por-montones fue decirle “Jao”, yo también vengo de linaje piel-roja, pensé, y entonces se retrató en mis ojos mi abuelo con la palma derecha erguida diciendo “Jao”, mientras, yo en sus piernas con sonrisa tímida y asombrada, el misterio se me revelaba: Mi abuelo era un indio civilizado y compartía conmigo un secreto innombrable, un secreto que parecía que sólo yo y mi hermano sabíamos.

Hasta hace muy poco mi abuelo se convirtió en Isaí –su nombre de ciudad- no sé porqué guardé a aquél Abuelito Jao junto de mis zapatos color melón y los moños adornados con cabezas de payaso, quizá fueron los años que hacen que uno entre a lo debido, a los nombres de pila y las “buenas tardes” en un cuarto con rostros adultos.

Aquí estoy otra vez ante el juego de cristales, donde a uno se le refleja la vida y el otro yace detrás, como pintado, como estampita promocional dentro de una caja de cerillos. Llegué de nuevo, con mi adultez inmadura y mi abuelo no tenía traje ni párpados pegados, tenía plumas en la cabeza y un arco con flechas de obsidiana, él no dijo ni una sola palabra, en cambio yo, al instante dije Jao… A lo lejos como el susurro de una cajita musical descompuesta, escuché:
-Abuelito, y ¿qué significa Jao?
-Así los indios decimos hola y también adiós.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Camino de conchitas

Emprendí una búsqueda milimétrica por todo mi cuerpo, “una expedición sin precedentes” dirían los periódicos locales del puerto. Me he salido de mí, dejé mis ojos bien abiertos y decidí saltar: estaba ahí frente a mi cuerpo estoico e inservible. Te busqué por más de siete días, exploré todo, en mi pestaña número trece del ojo izquierdo, en mi oído (el más pequeño y sordo), en la boca, en las muelas, busqué en mi ombligo –pensé que estaría cerca-, bajé a los pies, subí al sexo, me metí en toda yo, y no te encontré.


Aquí sigo, buscándoteme. Cómo es posible que todos te vean en mi, y yo no pueda si quiera encontrar dos centésimas que me hagan tú, es como si tu muerte hubiera matado los pedazos regados de ti en mi, y la gente, (mal acostumbrada a ti vivo pero lejos, y a mi viva sabiéndote vivo), me dicen descaradamente “eres igualita a tu padre”.


Necesito que vuelvas, lo digo sin lágrimas y con tinte aleccionador e imperativo, necesito que recojas estos pedacitos y los coloques uno a uno de vuelta en mí, encima, pegada aunque sea con cinta, que mientras lo haces me expliques parte a parte qué es tuyo, qué es mío y qué es de ella.


Me miro y la única conclusión a la que llego es que todos los que me llaman igualita a ti, no son más que unos mal educados como tú que te moriste nada más porque sí, nada más porque te dieron ganas, y es que entiende que uno no se muere así, lo atento es pertenecer al otro, estar ahí diario, regalar los mismos dulces de la primaria después de los catorce años, para cuando llegue el momento, realmente se viva el vacío y entonces sí, con una muerte educada, el vivo pueda quedarse sollozando por años pero sabiendo que llora la ausencia, no como lo hiciste tú, rebelde de ojos amarillos, sin seguir un orden, primero morirte lejos y luego morirte de veras.


Con tal arrebato y confusión lo único que lograste es que me quede afuera de mi, pensando que si voy a casa te encontraré sentado en la banqueta, con el uniforme café tan incombinable con tus cuentos, sonriendo avergonzado y diciéndome “No había podido venir porque me morí un rato”, para luego quedarme callada viendo tu boca que tal vez es como la mía, porque también guarda silencio y pide perdón con la mirada.


No sé cómo volver adentro, la arena se comió el camino de conchitas que puse de mis ojos hasta aquí.