No me duele su muerte, tan grande y plena es la alegría de saberlo en la gran casa del corazón de su pueblo que es también mi casa; cuando bebo, cuando amo, cuando miro algo que me parece bello o bueno, tengo siempre un gesto de complicidad para él; sus grandes ojos lentos me devuelven esa connivencia, algún verso salta desde el trampolín de la memoria para responderme, para acompañarme. Nada puede cambiar, nada ha cambiado allí donde todo fue dicho en su justo lugar y en su hora justa.
[Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir. Lo que confieso carece de importancia, pues no hay nada que tenga importancia. Hago paisajes con lo que siento. Hago vacaciones de las sensaciones. Fernando Pessoa]
viernes, 26 de febrero de 2010
Abrazo epistolar
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Linaje piel-roja
más allá de ti
más allá de ti hacia fuera
yace tu destino.
Paul Celan
Nunca conocí a los pieles roja, lo más cercano fue hace tres años en Las Vegas, era uno de los dueños de un casino, el gobierno estadounidense le dio la tierra con el maravilloso derecho de no pagar impuestos, es por eso el imperio de máquinas de azar del que gozan hoy en día los indios norteamericanos que quedan. Mi primer reacción al ver a ese gigante de piel oscura y pelo lacio que nos daba la bienvenida a aquél paraíso de luces y penis-por-montones fue decirle “Jao”, yo también vengo de linaje piel-roja, pensé, y entonces se retrató en mis ojos mi abuelo con la palma derecha erguida diciendo “Jao”, mientras, yo en sus piernas con sonrisa tímida y asombrada, el misterio se me revelaba: Mi abuelo era un indio civilizado y compartía conmigo un secreto innombrable, un secreto que parecía que sólo yo y mi hermano sabíamos.
Hasta hace muy poco mi abuelo se convirtió en Isaí –su nombre de ciudad- no sé porqué guardé a aquél Abuelito Jao junto de mis zapatos color melón y los moños adornados con cabezas de payaso, quizá fueron los años que hacen que uno entre a lo debido, a los nombres de pila y las “buenas tardes” en un cuarto con rostros adultos.
Aquí estoy otra vez ante el juego de cristales, donde a uno se le refleja la vida y el otro yace detrás, como pintado, como estampita promocional dentro de una caja de cerillos. Llegué de nuevo, con mi adultez inmadura y mi abuelo no tenía traje ni párpados pegados, tenía plumas en la cabeza y un arco con flechas de obsidiana, él no dijo ni una sola palabra, en cambio yo, al instante dije Jao… A lo lejos como el susurro de una cajita musical descompuesta, escuché:
-Abuelito, y ¿qué significa Jao?
-Así los indios decimos hola y también adiós.

sábado, 19 de septiembre de 2009
Camino de conchitas
Emprendí una búsqueda milimétrica por todo mi cuerpo, “una expedición sin precedentes” dirían los periódicos locales del puerto. Me he salido de mí, dejé mis ojos bien abiertos y decidí saltar: estaba ahí frente a mi cuerpo estoico e inservible. Te busqué por más de siete días, exploré todo, en mi pestaña número trece del ojo izquierdo, en mi oído (el más pequeño y sordo), en la boca, en las muelas, busqué en mi ombligo –pensé que estaría cerca-, bajé a los pies, subí al sexo, me metí en toda yo, y no te encontré.
Aquí sigo, buscándoteme. Cómo es posible que todos te vean en mi, y yo no pueda si quiera encontrar dos centésimas que me hagan tú, es como si tu muerte hubiera matado los pedazos regados de ti en mi, y la gente, (mal acostumbrada a ti vivo pero lejos, y a mi viva sabiéndote vivo), me dicen descaradamente “eres igualita a tu padre”.
Necesito que vuelvas, lo digo sin lágrimas y con tinte aleccionador e imperativo, necesito que recojas estos pedacitos y los coloques uno a uno de vuelta en mí, encima, pegada aunque sea con cinta, que mientras lo haces me expliques parte a parte qué es tuyo, qué es mío y qué es de ella.
Me miro y la única conclusión a la que llego es que todos los que me llaman igualita a ti, no son más que unos mal educados como tú que te moriste nada más porque sí, nada más porque te dieron ganas, y es que entiende que uno no se muere así, lo atento es pertenecer al otro, estar ahí diario, regalar los mismos dulces de la primaria después de los catorce años, para cuando llegue el momento, realmente se viva el vacío y entonces sí, con una muerte educada, el vivo pueda quedarse sollozando por años pero sabiendo que llora la ausencia, no como lo hiciste tú, rebelde de ojos amarillos, sin seguir un orden, primero morirte lejos y luego morirte de veras.
Con tal arrebato y confusión lo único que lograste es que me quede afuera de mi, pensando que si voy a casa te encontraré sentado en la banqueta, con el uniforme café tan incombinable con tus cuentos, sonriendo avergonzado y diciéndome “No había podido venir porque me morí un rato”, para luego quedarme callada viendo tu boca que tal vez es como la mía, porque también guarda silencio y pide perdón con la mirada.
No sé cómo volver adentro, la arena se comió el camino de conchitas que puse de mis ojos hasta aquí.