martes, 13 de julio de 2010

En respuesta a Piedebello y sus olores de la infancia (o los míos)

Anticipo, donde se puede leer el texto de Erandi (Piedebello) el cual me permitió despertar de nuevo esta inquietud que me cargaba de los olores de mi infancia: Los olores de la infancia
.-.

Hoy me acordé de Juarroz cuando dice que todo mundo habla solo. Este texto pareciera tener como intención ser un comentario al texto de piedebello, pero por sobrepasar el número de caracteres permitidos se convirtió en una entrada completa en este blog, será quizá la apertura al diálogo, no entre nosotras, sino entre los textos mismos –diálogo entre los olores, tal vez- sin embargo, creo que se acerca más a una necesidad re-creada (porque de las primeras veces que surgió esta necesidad hasta ahora incumplida, fue cuando supe que mi padre había perdido el olfato, luego por supuesto cuando Süskind apareció con esa prosa explosiva, cuando un nombre –ahora perdido- me dijo “caminaba por la calle y el árbol olía a ti” y yo pensé en todas las veces anteriores en las que él estando lejos yo reconstruía cual alquimista el olor que aparecía particularmente de su clavícula al hombro izquierdo) ahora que termino de leer tu olfato impregnado de ferretería, decidí que era el momento de enlistar esos olores que me cautivaban en la infancia y que además cada que los recuerdo, -resulta hasta cursi decir que los revivo-, pero se sienten dentro, como donde la gastritis hierve.

1. El olor a la Parisina del centro de Mazatlán, ese olor tan particular que tiene el hilo de poliéster, el de la organza un olor sin duda poroso, el de las telas floreadas excesivamente químico, sobre todo las que tienen flores amarillas, la mezcla de esos olores con el del ventilador que había en las puertas de entrada, donde todos los mazatlecos sobre todo en agosto iban –van- a refugiarse del infernal calor que hace justo enfrente, en el mercado, donde uno tiene que esperar por el camión que lo llevará de vuelta a casa –o al revés-. Por su puesto, este olor viene con la abuelita Cruz y el honor de ser su acompañante de compras en verano, cuando al despertar me decía “voy al centro, ¿quieres ir?”, dándome otra oportunidad de encapsular ese olor que me permitía entrar al ritual sacrosanto de la cotidianeidad del otro.

2. El olor a gasolina. Dios… cómo amo el olor a gasolina, me hace sentir tan segura –y también me hace leerme como una adicta malparida- pero ese olor no es más que un flashback directo a las diez de la noche con papá al volante, mamá de copiloto, mi hermano del lado izquierdo con algún juguete en mano y yo, arrullándome en la gasolinera, porque claro, la regla de papá era… llenar el tanque del carro sólo por las noches, porque en el día, con el calor, se evapora, decía. Habríamos entonces en convertirlo en una rutina, por un lado mamá en el trabajo lista para salir al encuentro de su familia, por otro, papá cuidándonos después de la cena, y la niña Carolina, que mal acostumbrada desde el día en que nació –salió despierta del hospital y apenas se durmió camino a casa “porque la arrulló el carro”- no podía dormir sin que la pasearan, aunque sea dándole la vuelta a la manzana en el coche… bueno, eso creían ellos, yo estoy segura que lo que me notificaba que otro día terminaba y que la hora de irse a la cama no era el arrullo del camino –que tanto disfruto, no por nada me quedo absorta en los camiones urbanos- sino el olor a gasolina (de la de antes, la de aquellos tiempos, hoy en día pocas veces encuentras gasolineras que tengan gasolina con ese olor de los noventas…)

3. El olor a mamá en su almohada. Al llegar de la escuela, después de que Doña Cruz nos recibiera con su comida del cielo (como los frijoles de tu abuela, pero más ricos), seguía quedarse dormida viendo las caricaturas del once, ahí es donde abrazaba la almohada de mamá, que olía al todavía famoso y dulcísimo perfume Dune, pero no era nada más eso, era el olor a algodón de la tela, más el perfume y más el olor de toda ella, de su piel siempre fresca y siempre refrescante. Luego, al despertar de aquella siesta, habría que regresar aquel olor a su lugar, acomodar la almohada bajo la colcha verde (confeccionada por mi propia madre bajo las anotaciones de su madre) sin que nadie se diera cuenta.

4. El olor de la mano de papá, a grasa de carro y W40, el papá mecánico que yo conocí y no el piloto, quizá, si hubiera nacido cuando él volaba sus dedos olerían a nubes, pero nunca hubiera sido tan reconfortante como ese olor espeso que oscurecía sus uñas pero que me recordaba que estaba ahí.

5. El olor a pan de la comercial mexicana mezclado con aire acondicionado y un dejo de estambre. Sí, el olor de la casa de los abuelos paternos, donde los primos abundaban y aquello parecía una fiesta aunque fuera una tarde de lunes. Ahí, la tía Chabe, quien trabajaba para CFE era quien había logrado (con no sé qué contrato mágico) poder tener el aire acondicionado prendido día y noche sin pagar un solo centavo por aquello, -el sueño de todo mazatleco- los veranos ahí, comiendo pan con salchichas, con mamá Bertita enseñándonos a mí y a mis primas a bordar mantelitos enteramente incompletos y haciendo cadenitas con el estambre multicolor (modernísimo) y deshaciéndolas completas cuando una mínima vuelta salía mal… eran maravillosos, teníamos todo el día y no hacía calor.

Caray… y cómo podría seguir uno, hay tantos sobre todo en este “rubro” de la infancia… que muchos fingimos no recordarlos para quedárnoslos más adentro y más callados. Luego los olores de la adolescencia, que vendrían, en mi caso, tan destilados que será mejor ni enlistarlos, acumularlos sin duda será la mejor opción, así como acumulamos las letras, y toda la memoria, que al final le pertenecen al vacío.