¿Es el ruido del mar lo que se oye a lo lejos?
Entre el sí y el no de Albert Camus
No conozco la lápida de mi padre, aquella vez, sólo vi un hoyo con flores encima, muy pocas flores, ninguna la llevé yo. No lloré, quizá el sol evaporó mis lágrimas o tal vez no tenía ninguna de ellas guardadas para el prematuro aunque casi predecible entierro de mi padre. Vi un momento ese rectángulo, profundo y húmedo, tan útero y claustrofóbico, pensé: ¿por qué no traje flores?, y si compro ahorita… no, aquí en el panteón son más caras, nunca he llevado flores a algún sepel…, alguien me apretaba el brazo sonriendo hipócritamente, buscándome la tristeza en la cara con ese morbo que sólo los entierros y los atropellados pueden dar. Finalmente, dí las gracias a mucha gente, no sé exactamente por qué, y me fui.
Nunca he regresado, no sé de qué color son las letras de su nombre, supongo que doradas teñidas de polvo, dudo que alguien limpie su tumba, alguna de sus hermanas dirá que me corresponde a mí, pero estoy tan indiferentemente lejos de aquél panteón que lo único que me queda es perder la mirada cuando recuerdo a papá decir “no hay nada más triste para mí que una tumba olvidada” (se percibe en mi rostro una sonrisa tímidamente irónica).
Hoy me siento tan Camus, extranjera, emigrante, quizá sean los nervios que me provoca volver a Mazatlán después de tanto tiempo, pensar en los reencuentros, sobre todo en esos que no quisiera tener jamás pero que me los toparé cuando regrese a aquella casa donde mis piernas conservan en ellas la medida exacta de la altura de los escalones; la mano, el horror instintivo, nunca vencido, de la barandilla de la escalera.
No es que no quisiera llorar el día del entierro de mi padre, es que el sol era insoportable y el salitre me partía los labios (el mismo que me ha partido tantas veces el corazón), mi padre decía que el salitre era el perfume del mar, él decía muchas cosas y yo casi nunca lo escuchaba, porque cuando estábamos juntos ninguno de los dos estábamos ahí.
Un día fue a visitarme a casa, esta vez lo hice pasar a la sala, se quedó callado por tanto tiempo, veía los bordes del techo, el color nuevo para él, los muebles diferentes, sus ojos se rompieron, luego dijo “esta ya no es mi casa”, entonces sentí lástima por él, pude reconocer su extravío pero nunca entenderlo, lo único que pude decirle fue “Esta es mi casa, y aquí es donde vive el que dejaste cuando te fuiste”, luego siguió el silencio, que no fue incómodo, más bien insensiblemente reconfortante: Sí, tal vez sea ésa la felicidad, el sentimiento apiadado de nuestra desdicha. “¿Todavía se escucha el mar desde tu cuarto?” preguntó mi papá, me quedé callada intentando recordar, hacía tanto tiempo que no buscaba ese ruido por las noches, “desde que construyeron las nuevas casas nada más llega el salitre”, seguro él pensó mi hija perfumada, pero no dijo nada, así seguimos, ahogados en silencio por una hora más, luego se paró, me dio el litúrgico beso y se fue. Exactamente un mes después de esa visita, me hablaron del hospital, tenía que cuidarlo, no se sabía cuando iba a morir, pero odio tanto los hospitales, que no fui, y me esperó, me esperó tanto tiempo, me esperó hasta que sólo fui a verlo irse, además de su última lágrima, lo único que recuerdo es que el olor de muerte se mezclaba con el olor de la orina.
En realidad no tengo idea si algún día vaya a conocer la lápida de mi padre, tal vez en esta navidad, (muy probablemente no), primero tendré que decidir si sigo viéndole los pies al destino o adivinar ¿Hasta dónde llegará esta noche en la que yo no me pertenezco?
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* Enfragmento de Entre el sí y el no de Albert Camus