Cuando
visitaba a mi padre en el centro de rehabilitación de San Blas me invadía una
adultez brutal, estaba ahí con mis nueve años esperando en el comedor
comunitario para verlo cada vez más delgado y con una sonrisa congelada que
parecía haber estado ensayando antes de salir del dormitorio para luego ponerla
en escena frente a mí… Yo tenía que evitar llorar y pedirle que vuelva a casa,
porque entonces “él volvería contaminado” -decían los terapeutas-, tenía que pararme frente a él como una niña de cuarenta y dos años, sonreír y
preguntarle parcamente cómo había estado.
[-¿Cómo
has estado mientras te desintoxicas de la cocaína, sudas mucho, te dan ataques
de pánico? (No)
-¿Cómo
has estado en estos días que estando acá supiste que ya habían salido los
papeles del divorcio de mamá? (No)
-¿Cómo
has estado en estos días que el calor arrecia y el olor del puerco que tienen
en el patio de este lugar inunda tu cuarto de tres por tres con cinco literas
más viejas que tú? (No)
-¿Cómo
has estado papi? (Sí, eso era lo que tenía que decir, callar mi mente y decir
lo que tenía que decir una niña de nueve años, no más)]
Un
día, así de pronto, como dicen que suceden los milagros, decidí dejar de
visitar a mi padre y él, al mismo tiempo, se cansó de regalarme sonrisas
congeladas. Luego de dos meses me envió una carta y dentro de la carta en otro
papel doblado cuidadosamente me regaló un cadáver de mariposa, era maravillosa,
azul eléctrico, brillaba como si aún viviera, temía que de pronto saliera
volando. En el calce del papel estaba la letra de papá con pluma roja “Mariposa
morpho vino desde Brasil”. Aquél cadáver se volvió mi tesoro, después de
contemplarla no sé cuánto tiempo, la moví con extremo cuidado encima de una
bolsa de plástico para embalsamarla con aquanet, ¡le puse tanto!, mi meta era lograr que su brillo no se acabara… ¿Brasil... qué tan lejos está Brasil volando
en insecto?
Por
primera vez esperé ansiosa y feliz el siguiente mes para viajar hasta Nayarit y encontrar a mi padre, vuelta
niña regresé a aquél comedor esperando más tesoros, tenía cuatro.
¿Cuatro cadáveres de mariposa en menos de un mes? Quizá fueron mis ojos más de
susto que de sorpresa pero antes de que pensara que mi padre además de adicto
era un asesino de insectos me dijo “Han estado fumigando porque salieron alacranes
en los dormitorios, desde entonces cuando salgo al patio me encuentro las
mariposas enteritas, acostadas, esperando que alguien las enmarque, son tuyas”.
No las enmarqué, eso era demasiado litúrgico, les busqué un libro “Animales y
naturaleza” el tomo 7 de la “enciclopedia de la mujer” de alguna manera sentía
que entre las ilustraciones de campos las mariposas podían volar de nuevo.
Siempre
me pareció ridícula la analogía de que la niña que se hace mujer es como la
oruga que se convierte en mariposa, en mi vida muchas cosas han sido al revés,
para mi una vuelve a ser niña cuando la mariposa cae
fumigada en medio de su máximo esplendor, así de cruel, así de lindo.
Papá
no se rehabilitó en aquél centro, pero sí mi infancia, la que se me había
arrebatado a tirones volvió en insecto muerto, con polvo que pintaba los dedos
–“no te toques el pelo que te da tiña”-, luego pasaron muchas cosas, muchos
años adentro de pocos, pero las mariposas seguían ahí, intactas entre la página
ciento catorce y la ciento veintiuno. No sé bien porqué escribo esto, lo único
que quiero decir es que si me pongo boba cuando veo volar una mariposa es
porque nunca las conocí así, libres, para mi lo normal era verlas aplanadas
entre letras, hasta hace muy poco aprendí que también vuelan, que son frágiles y
que no son eternas.