Cuando estaba en la preparatoria escondía El amor en los tiempos del cólera adentro del libro de física o
historia, más de una vez, los dos profesores me cacharon pero ninguno me
reprendió, el de historia sonrió y el de física me pidió un reporte del libro.
Por aquellos días, mis amigas y yo, saliendo de la prepa, nos fuimos a comer al
área más turística de Mazatlán, como adultitas, solas en camión, veníamos en un
“Sábalo centro” -los camiones en los que te podías resguardar del calor ya que por unos pesos más que el pasaje regular, gozabas de aire acondicionado, además de disfrutar de la fauna turística que se subía-; íbamos atrás, riéndonos sin
parar y haciendo un escándalo como sólo siete adolescentes mujeresniñas pueden
hacer. Yo con mi novela del García Márquez en la mano, como si fuera mi
credencial, no había necesidad de traerlo afuera pero igual lo cargaba así para
todos lados, no era snobismo, al
menos no uno cínico, sino más bien
una consecuencia del vínculo identitario que se estaba gestando conmigo y la literatura. Me acuerdo que tardé muchísimo para terminar ese libro. Mientras otras chicas traían
el IFE de su prima mayor para entrar a los bares siendo menores de edad, yo
llevaba ese libro para entrar al amor más puro que conocía, el de la
literatura, para entrar también a calores internos que desconocía. El asunto es
que aquél día en el “Sábalo centro”, olvidé mi libro en el asiento, en cuanto bajé
y la puerta se cerró detrás de mis amigas, llevé mis manos a la cabeza y grité
como desquiciada: “¡Mi libro!”, y luego sucedió uno de los recuerdos hasta
ahora más entrañables que tengo: Todas, las siete, la más fresa, la más dark, la más risueña, la más nerd, la más popular, la más arrabalera y yo la más (inserte aquí el
adjetivo que más le guste), corrimos como desbocadas por más de dos cuadras
atrás del camión, a ellas que no les importaba un bledo ese libro se unieron
impulsivamente para recuperarlo… El camión se paró, una amiga, que ahora
sabíamos que era la más atlética, se subió y lo rescató. Todavía me pregunto
qué habrá pensado el chofer.
Cuando lo tuve de nuevo en mis manos, supe que no hubiera pasado
nada si lo perdía, al menos no en cuanto la historia se trataba, hubiera podido
pedirle a mi madre que me comprara uno nuevo… Pero este era especial, había
sido de mi padre, había sido de mi madre y de mi padre cuando estaban juntos,
había estado en el librero de la casa desde antes de que yo naciera,
esperándome.
Luego llegó Cien años de soledad, también sentado en la biblioteca
de la casa, con olor a viejo estirando sus líneas para que yo lo abrazara. Luego me fui a Guadalajara y estudié letras. En la carrera ya no se hablaba tanto de García Márquez,
parecía un gusto culposo de muchos y aún así para mi sigue siendo uno de los
mejores gustos que tengo, al menos uno de los más afectuosos.
A propósito de su muerte y la inundación de fotos y posts sobre él en las redes sociales,
alguien me hizo una broma cuando en algún lugar escribí “Adiós Gabo”, me
dijeron “más respeto, Gabriel García Márquez, no Gabo”, leí muchas burlas sobre
quienes se referían a él así, cosas como “ni que lo conocieran”, pero bueno,
cualquiera que haya leído al Gabo sabe que puede llamarle Gabo, cualquiera que
haya cargado uno de sus libros como carnet de identidad sabe que puede llamarle
Gabo, cualquiera que tararea “mariposas amarillas Mauricio Babilionea,
mariposas amarillas que vuelan liberadas” sabe que puede llamarle Gabo,
cualquiera que se haya grabado “Sarah Thomas 555-5510” sin ser seguidor de los chick flick puede llamarle Gabo.
Lo conocí en 2006, sabía que él estaba en FIL pero la verdad ni me
molesté a ir alguna de sus presentaciones, demasiada gente y demasiada
admiración en juego, siempre pasa que cuando uno conoce a sus grandes se le
desmoronan en dos segundos. Estaba en el área de conferencias y presentaciones a
los que en aquél entonces casi nadie iba, recuerdo que me dirigía a escuchar a
un tal Vila Matas del que no tenía ni idea qué escribía, pero era la presentación
que se me acomodaba a los horarios, era en la sala más chica y no había fila
para entrar –así es cómo los milagros literarios le cambian la vida a uno, pero
esa es otra historia-. Fue entonces cuando en el pasillo, en medio de un
pequeño barullo, junto a mi se pegaron unos muchachos a la pared como para
abrir paso y murmuraron “ahí viene García Márquez” y yo en medio y de frente aún
sin procesar lo que escuchaba, reconocí sus cejas y su nariz sobre la imagen
que tenía de él en mi cabeza (que era la que carga en la cabeza el “100 años” de
la edición del 68), me quedé ahí parada, bloqueando su camino, quienes le
ayudaban a caminar veían sus pies y su zapato izquierdo pegó en la punta de mi
pie derecho, entonces levantó la cabeza y dijo con la voz de anciano
malhumorado “¿Te vas a quitar?...”, luego aún sin moverme dije “Señor… yo…”,
“¿Qué?” dijo más alto y acercando su oreja como quien no escucha nada, el joven
que le ayudaba de su lado izquierdo estiró su mano para apartarme amablemente,
me quité y dije en voz bajita: “¡Pinche Gabo!” Lo odié un año por eso, incluso
censuré su literatura de mi librero y hasta creí aquellas historias que decían
que contrataba gente para que le escribieran sus libros. Luego un tarde
lluviosa de agosto volví a él como quien vuelve a casa, decidí que
aquél noviembre del 2006 había sucedido así: GGM-“¿Ta vas a quitar?”, C- “No
señor, no sin antes darle un abrazo”, luego él sonrió, tiró de lado a sus
ayudantes y me extendió sus brazos, nos abrazamos cerca de 14 segundos; así
pasó y así sabrán mis nietos la historia.
Uno siempre piensa que el destino es sólo suyo, que todo pasa para
afectarnos de manera positiva o negativa específicamente a nosotros, y una
parte de mi cree que así es, somos una red, somos el mismo tiempo, por eso creo
que el día que Márquez murió yo tenía que estar en Mazatlán, en mi Macondo,
donde sudé su literatura en el calor de la Machado a las cuatro de la tarde,
donde nada importaba más que la literatura misma y mi poesía era poesía, y
García Márquez era mi Gabo. El pasado 17 de abril me acosté pensando ¿Quién
hubiera sido yo si nunca lo hubiera leído? La pregunta me hizo tanto ruido que
me quedé muda, muchos minutos de silencio para acompañar su vuelo de
mariposa amarilla, muchos minutos de silencio para la orfandad literaria que
ahora pesa en Latinoamérica, mi mamá dijo “Nada más nos queda Elenita” y eso en
medio del silencio me quedó haciendo eco, y es que es y no es la muerte física
de estos héroes, es y no es su literatura, ahora no dejo de pensar ¿Dónde están
los que cambiarán la vida de las adolescentes que viven en puertos olvidados
por las letras?
1 comentario:
Una de las cosas buenas de vivir en grandes ciudades como Mexico D.F. , Guadalajara o Monterrey es que hay grandes e interesantes eventos en los que te puedes encontrar con ilustres personajes buenos y malos, aun y con esas "ventajas" no me arrepiento de pasar la mayor parte de mi vida en una ciudad pequeña y tranquila.... aunque pensandolo bien, hubiera sido bonito verlo y escucharlo. :)
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